Resumen sesión 08/01/2010 por Daralhar
Cuando Los Errantes pudieron recuperar el cadáver de Ansear, lo transportaron cabizbajos al campamento, decidiendo por el camino que aquel poderoso guerrero bien merecía ser resucitado para que siguiera repartiendo muerte y destrucción con su alabarda. Al parecer la habilidad de Duncan para resucitar personas había mejorado mucho desde la desastrosa resurrección de Llagular. Aun así, necesitaría descansar antes de pedir ese hechizo a su dios, así que aun siendo por la mañana, aprovecharon para descansar en el campamento unas horas para reaprovisionarse de hechizos.
Pasado este tiempo, Duncan comenzó el ritual, poniendo a todos los compañeros alrededor y pidiendo una oración por un dios en el que ninguno de ellos creía. De hecho los dos elfos silvanos, seguidores de la vieja fe, consideraban aquella vuelta a la vida un tanto aberrante. El clérigo lanzó su hechizo y Ansear comenzó a levantarse y a cecear, como solía hacer. De momento todo parecía ir bien… hasta que las cosas comenzaron a torcerse. Con un fuerte tic nervioso, el guerrero comenzó a quejarse de que sólo veía por un ojo, y no muy bien. Veía hablar a sus compañeros, pero no les oía, se había quedado sordo, pero un fuerte dolor de cabeza apenas le dejaba pensar en ello. Comparado con Llagular, aquello se podría haber calificado de éxito, hasta que dijo lo mismo que Llagular tras ser resucitado: “¡Matadmeeee!” La técnica de Duncan seguía siendo imperfecta.
Ansear se encabronó aún más cuando vio que el clérigo llevaba ahora puesta su preciada cota de mallas mágica y se negaba a devolvérsela. Cuando Luthien intervino, aquello desembocó en un diálogo de sordos (nunca mejor dicho) en el que Daralhar acabó durmiendo a Ansear para calmar los ánimos… pero de poco valió. Cuando despertó seguía cabreado, y retó a un duelo a Luthien, convirtiéndolo en pulpa con su alabarda. Parece que el caballero no era gran cosa después de todo. Saciada su sed de sangre, Ansear decidió dejar la compañía aventurera y se adentró en el bosque con destino incierto. Sería una gran pérdida para el grupo.
Si bien Ansear eligió su destino, Los Errantes no podían permitirse ese lujo: su lugar estaba combatiendo al mal del templo, y allí se dirigieron con toda presteza Assiul, Lajoar, Duncan, Gürnyr y Daralhar en cuanto se solucionaron los problemas internos con el ex-errante Ansear.
Bajaron por la vicaría Oeste y se dirigieron a unas misteriosas escaleras en el extremo Noroeste del mapa, descubiertas y cartografiadas hacía más de dos meses, pero nunca exploradas hasta ahora. Las escaleras, oscuras y mohosas descendían en espiral hasta perderse en la oscuridad. Assiul, con una cuerda atada a la cintura (por si las trampas), se ofreció como voluntario para ir delante. Descubrieron que las escaleras bajaban unos 160 pies antes de llegar al siguiente nivel. A mitad de camino, Assiul encontró una jarrilla vacía de barro con tapadera abandonada en uno de los escalones. Después de inspeccionarla con todo cuidado, como si le fuera a explotar en la cara, decidió colgársela al cinto y siguió bajando. Cuando llegaron abajo, Assiul se percató de que la jarrilla pesaba bastante más que antes, pero seguía vacía. Intentó quitársela de encima, pero no se desprendía del cinturón, ni podía quitarse el cinturón… aquello apestaba a objeto maldito, y tendría que cargar con él hasta que Duncan pudiera orar a San Cuthbert al día siguiente para conseguir un hechizo de “Quitar maldición”.
Las escaleras desembarcaban en un pequeño distribuidor que daba salida a izquierda y derecha. Optaron por la de la izquierda, saliendo a un pasillo con una puerta en un lado y una encrucijada algo más adelante. Inspeccionaron la puerta. Ésta daba a una habitación que parecía usada como trastero y almacén de ropa. Mientras inspeccionaban la habitación, de una puerta oculta tras un tapiz salió disparado un virote hacia Lajoar. Falló por poco, y alguien cerró una mirilla tras la puerta. Ahora alguien sabía que estaban allí. No hubo forma de abrir la puerta, por no venir Traspié con ellos, y tampoco la mirilla, que había sido atrancada desde el otro lado, así que registraron el resto de la habitación. En ella había ropajes de toda clase y nivel de lujo, desde los más humildes hasta ropajes caros, desde vestimentas normales a túnicas de clérigo, aunque muchos de ellos no eran auténticos, sino disfraces de carnaval.
Pese a que nada parecía especial en todo aquello (léase mágico), Gürnyr decidió que la ropa cara seguía siendo valiosa, así que hizo tres hatillos con la que le pareció más lujosa, con la idea de recogerlos a la vuelta como tesoro saqueado. Los dejaron allí y avanzaron hasta la encrucijada, torciendo a la izquierda, y llegando a una bifurcación, una de las cuales iba a un almacén de leña, y la otra a una puerta cerrada que parecía algo diferente a las demás. Una vez más, por la ausencia de Traspié tuvieron que olvidarse de la puerta. Registraron la leñera, pero no encontraron nada… en cambio a ellos sí les encontraron dos enormes trolls que deambulaban por el pasillo, y que al ver a la compañía se lanzaron a la carga. Assiul y Duncan les cortaron el paso en el pasillo y se trabaron cuerpo a cuerpo con ellos, mientras Daralhar lanzaba una grasa y una nube de puños sobre ambos. Gürnyr, al que el asunto le había pillado registrando el almacén de leña, corrió hacia el pasillo buscando la gloria del combate. Lajoar, sin sitio para pelear, tuvo que conformarse con mirar y servir de tropa de refresco para caso de que hiciera falta.
Los golpes y tajos se sucedieron. Los bichos eran tan larguiruchos que podían lanzar zarpazos a un enemigo a casi 10 pies de ellos, y la grasa no parecía afectarles mucho. Para colmo, las heridas sufridas parecían cerrárseles si se las dejaba estar, pero aun así no les duraron mucho a los aventureros, que decidieron que la mejor forma de evitar que los bichos se regeneraran sería mutilar los cadáveres después de matarlos. Mientras hacían esto, Daralhar se entretuvo en sangrar los dos cadáveres como cerdos, llenando ocho frascos y murmurando algo en la típica jerga de los magos acerca de las propiedades de la sangre de estas bestias. Al fin, dejaron los cadáveres en el pasillo, sin pies, ni manos, ni cabezas, ni sangre. La sutileza seguía siendo norma en esta compañía aventurera.
Siguieron explorando por la zona, hasta que llegaron a una puerta en la que la humedad había hecho mella especialmente. Al abrirla encontraron una cámara octogonal en la que había una especie de enorme alberca de agua estancada pegada a la pared del fondo, que parecía nutrirse de agua que rezumaba de dicha pared. No sabían si aquello podía ser una cisterna o un altar dedicado al Agua Elemental. Recelosos, se acercaron con cautela, y Assiul lanzó al agua la cabeza de un troll (para ver si salía algo a comérsela, o algo así), pero no pasó nada, así que Duncan decidió que era buena idea probar la perla de sirine que le enviaron sus padres, un artefacto que servía para respirar bajo el agua. Se ató una cuerda a la cintura, mordió su perla… y se metió feliz en aquella sopa repugnante. Estuvo un rato buceando por el fondo hasta que dio con algo parecido a una losa cubierta de una costra mugrienta. Al cogerla, resultó ser un escudo. Lo sacó a la superficie, y la costra se desprendió con un par de golpes, dejando ver un escudo mediano de buena manufactura, quizá mágico “para no haberse visto afectado por el paso del tiempo” (como dijera Otis una vez). La heráldica del escudo era claramente maligna, así que Duncan decidió que la mejor forma de “purificarlo” era que lo usara un clérigo del bien (el que no se consuela, es por que no quiere). Así, con Duncan feliz por su hallazgo, continuaron explorando el subterráneo.
Cuando Los Errantes pudieron recuperar el cadáver de Ansear, lo transportaron cabizbajos al campamento, decidiendo por el camino que aquel poderoso guerrero bien merecía ser resucitado para que siguiera repartiendo muerte y destrucción con su alabarda. Al parecer la habilidad de Duncan para resucitar personas había mejorado mucho desde la desastrosa resurrección de Llagular. Aun así, necesitaría descansar antes de pedir ese hechizo a su dios, así que aun siendo por la mañana, aprovecharon para descansar en el campamento unas horas para reaprovisionarse de hechizos.
Pasado este tiempo, Duncan comenzó el ritual, poniendo a todos los compañeros alrededor y pidiendo una oración por un dios en el que ninguno de ellos creía. De hecho los dos elfos silvanos, seguidores de la vieja fe, consideraban aquella vuelta a la vida un tanto aberrante. El clérigo lanzó su hechizo y Ansear comenzó a levantarse y a cecear, como solía hacer. De momento todo parecía ir bien… hasta que las cosas comenzaron a torcerse. Con un fuerte tic nervioso, el guerrero comenzó a quejarse de que sólo veía por un ojo, y no muy bien. Veía hablar a sus compañeros, pero no les oía, se había quedado sordo, pero un fuerte dolor de cabeza apenas le dejaba pensar en ello. Comparado con Llagular, aquello se podría haber calificado de éxito, hasta que dijo lo mismo que Llagular tras ser resucitado: “¡Matadmeeee!” La técnica de Duncan seguía siendo imperfecta.
Ansear se encabronó aún más cuando vio que el clérigo llevaba ahora puesta su preciada cota de mallas mágica y se negaba a devolvérsela. Cuando Luthien intervino, aquello desembocó en un diálogo de sordos (nunca mejor dicho) en el que Daralhar acabó durmiendo a Ansear para calmar los ánimos… pero de poco valió. Cuando despertó seguía cabreado, y retó a un duelo a Luthien, convirtiéndolo en pulpa con su alabarda. Parece que el caballero no era gran cosa después de todo. Saciada su sed de sangre, Ansear decidió dejar la compañía aventurera y se adentró en el bosque con destino incierto. Sería una gran pérdida para el grupo.
Si bien Ansear eligió su destino, Los Errantes no podían permitirse ese lujo: su lugar estaba combatiendo al mal del templo, y allí se dirigieron con toda presteza Assiul, Lajoar, Duncan, Gürnyr y Daralhar en cuanto se solucionaron los problemas internos con el ex-errante Ansear.
Bajaron por la vicaría Oeste y se dirigieron a unas misteriosas escaleras en el extremo Noroeste del mapa, descubiertas y cartografiadas hacía más de dos meses, pero nunca exploradas hasta ahora. Las escaleras, oscuras y mohosas descendían en espiral hasta perderse en la oscuridad. Assiul, con una cuerda atada a la cintura (por si las trampas), se ofreció como voluntario para ir delante. Descubrieron que las escaleras bajaban unos 160 pies antes de llegar al siguiente nivel. A mitad de camino, Assiul encontró una jarrilla vacía de barro con tapadera abandonada en uno de los escalones. Después de inspeccionarla con todo cuidado, como si le fuera a explotar en la cara, decidió colgársela al cinto y siguió bajando. Cuando llegaron abajo, Assiul se percató de que la jarrilla pesaba bastante más que antes, pero seguía vacía. Intentó quitársela de encima, pero no se desprendía del cinturón, ni podía quitarse el cinturón… aquello apestaba a objeto maldito, y tendría que cargar con él hasta que Duncan pudiera orar a San Cuthbert al día siguiente para conseguir un hechizo de “Quitar maldición”.
Las escaleras desembarcaban en un pequeño distribuidor que daba salida a izquierda y derecha. Optaron por la de la izquierda, saliendo a un pasillo con una puerta en un lado y una encrucijada algo más adelante. Inspeccionaron la puerta. Ésta daba a una habitación que parecía usada como trastero y almacén de ropa. Mientras inspeccionaban la habitación, de una puerta oculta tras un tapiz salió disparado un virote hacia Lajoar. Falló por poco, y alguien cerró una mirilla tras la puerta. Ahora alguien sabía que estaban allí. No hubo forma de abrir la puerta, por no venir Traspié con ellos, y tampoco la mirilla, que había sido atrancada desde el otro lado, así que registraron el resto de la habitación. En ella había ropajes de toda clase y nivel de lujo, desde los más humildes hasta ropajes caros, desde vestimentas normales a túnicas de clérigo, aunque muchos de ellos no eran auténticos, sino disfraces de carnaval.
Pese a que nada parecía especial en todo aquello (léase mágico), Gürnyr decidió que la ropa cara seguía siendo valiosa, así que hizo tres hatillos con la que le pareció más lujosa, con la idea de recogerlos a la vuelta como tesoro saqueado. Los dejaron allí y avanzaron hasta la encrucijada, torciendo a la izquierda, y llegando a una bifurcación, una de las cuales iba a un almacén de leña, y la otra a una puerta cerrada que parecía algo diferente a las demás. Una vez más, por la ausencia de Traspié tuvieron que olvidarse de la puerta. Registraron la leñera, pero no encontraron nada… en cambio a ellos sí les encontraron dos enormes trolls que deambulaban por el pasillo, y que al ver a la compañía se lanzaron a la carga. Assiul y Duncan les cortaron el paso en el pasillo y se trabaron cuerpo a cuerpo con ellos, mientras Daralhar lanzaba una grasa y una nube de puños sobre ambos. Gürnyr, al que el asunto le había pillado registrando el almacén de leña, corrió hacia el pasillo buscando la gloria del combate. Lajoar, sin sitio para pelear, tuvo que conformarse con mirar y servir de tropa de refresco para caso de que hiciera falta.
Los golpes y tajos se sucedieron. Los bichos eran tan larguiruchos que podían lanzar zarpazos a un enemigo a casi 10 pies de ellos, y la grasa no parecía afectarles mucho. Para colmo, las heridas sufridas parecían cerrárseles si se las dejaba estar, pero aun así no les duraron mucho a los aventureros, que decidieron que la mejor forma de evitar que los bichos se regeneraran sería mutilar los cadáveres después de matarlos. Mientras hacían esto, Daralhar se entretuvo en sangrar los dos cadáveres como cerdos, llenando ocho frascos y murmurando algo en la típica jerga de los magos acerca de las propiedades de la sangre de estas bestias. Al fin, dejaron los cadáveres en el pasillo, sin pies, ni manos, ni cabezas, ni sangre. La sutileza seguía siendo norma en esta compañía aventurera.
Siguieron explorando por la zona, hasta que llegaron a una puerta en la que la humedad había hecho mella especialmente. Al abrirla encontraron una cámara octogonal en la que había una especie de enorme alberca de agua estancada pegada a la pared del fondo, que parecía nutrirse de agua que rezumaba de dicha pared. No sabían si aquello podía ser una cisterna o un altar dedicado al Agua Elemental. Recelosos, se acercaron con cautela, y Assiul lanzó al agua la cabeza de un troll (para ver si salía algo a comérsela, o algo así), pero no pasó nada, así que Duncan decidió que era buena idea probar la perla de sirine que le enviaron sus padres, un artefacto que servía para respirar bajo el agua. Se ató una cuerda a la cintura, mordió su perla… y se metió feliz en aquella sopa repugnante. Estuvo un rato buceando por el fondo hasta que dio con algo parecido a una losa cubierta de una costra mugrienta. Al cogerla, resultó ser un escudo. Lo sacó a la superficie, y la costra se desprendió con un par de golpes, dejando ver un escudo mediano de buena manufactura, quizá mágico “para no haberse visto afectado por el paso del tiempo” (como dijera Otis una vez). La heráldica del escudo era claramente maligna, así que Duncan decidió que la mejor forma de “purificarlo” era que lo usara un clérigo del bien (el que no se consuela, es por que no quiere). Así, con Duncan feliz por su hallazgo, continuaron explorando el subterráneo.
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