Tras volver al campamento base, Los Errantes decidieron que merecía la pena dar una vuelta por Hommlet para que varios de ellos mejoraran sus habilidades. Así, se encaminaron allá y Gürnyr, Ansear, Traspié y Daralhar pudieron acometer el bloque básico de instrucción de su nivel. Adquiriendo algunas habilidades y hechizos extras del personal del destacamento de Verbovonc. Durante su estancia allí un mensajero trajo un pesado paquete para Daralhar. Su familia le enviaba una preciada posesión: el Tomo Interminable de Legalismos, un enorme libro sobre leyes que había pertenecido a los Anuir durante generaciones. Aquello era una señal de reconocimiento por parte de su propia familia que no pasó desapercibida al elfo. Por desgracia en las condiciones actuales tendría poco tiempo para leerlo, ya que debían volver al templo urgentemente y continuar su trabajo.
Cuatro días después, el templo seguía donde lo dejaron (por desgracia), y con el mismo aspecto lúgubre. Se adentraron con cautela en su recinto, bajaron por las escaleras del Este y se dirigieron a la habitación de Romag, pero no encontraron ni rastro de Romag, ni de Zowel. En los aposentos de Romag encontraron una carta a medio escribir en la que se insultaba por correspondencia con otro clérigo del agua elemental. En su alcoba encontraron algunas cosas de cierto valor y una puerta secreta que daba al enorme pasillo de los braseros. Duncan encontró la forma de abrirla pulsando el grifo de una fuente de agua fresca que, a modo de pileta, había en la habitación.
Sin rastro del maldito Romag, Los Errantes se dirigieron a inspeccionar la puerta con las runas de hielo. Esta vez Duncan traía preparado un hechizo de disipación de magia con el que consiguió borrar las runas, pero no sabía por cuanto tiempo, así que pasaron todos por la puerta rápidamente. En el interior, descubrieron una cripta formada por una antecámara y un largo túnel, llena de nichos con el triángulo de la tierra elemental en cada una de las lápidas. Al abrir uno de ellos se levantó una gran polvareda maloliente y encontraron los huesos de alguien enterrado con ropajes de clérigo con un distintivo anillo que Traspié tasó en unas 50 piezas de oro. Abrieron otro, con similares resultados, así que sacaron un par de conclusiones: por un lado que aquello era una cámara de enterramiento de clérigos de alto rango, presumiblemente de la tierra elemental, y lo más importante: que en cada tumba habría un anillo de 50 piezas de oro, así que había que abrirlas todas. El que las tumbas estuvieran llenas de un polvo maloliente que te entraba hasta los pulmones al respirarlo carecía de importancia, aún así se trazó un meticuloso plan para evitar tragarse esa porquería: Gürnyr se puso al final del pasillo y comenzó a correr como un loco golpeando y rompiendo todas las lápidas a su paso, mientras la nube de polvo rancio le perseguía. El resto de errantes le esperaban fuera de la cripta para cerrar la puerta en cuanto el nórdico pasó a toda velocidad. Aun así no pudieron evitar que el penetrante olor a tumba cerrada lo inundara todo, y algunos comenzaron a toser, aunque ninguno pareció enfermar. Después de esperar un tiempo prudencial a que la porquería flotante se asentase, pudieron entrar a recoger cada uno de los anillos.
Con tan valiosísimo botín en los bolsillos, los errantes entraron en la alcoba de Romag y se dirigieron por la puerta secreta hacia el pasillo de los braseros, avanzando hacia el Norte. El pasillo terminaba en un giro de 180 grados que daba a una enorme sala con el suelo de tierra arcillosa blanda. En el centro de dicha sala había una pirámide truncada de poca altura con un pilar sobre ella del que colgaban unas cadenas. Meterse allí y pisotear el elemento tierra no presagiaba nada bueno, pero había que continuar. Guiados por intuición y el mapa, avanzaron hacia el Oeste, donde debía de haber una salida similar a por la que habían entrado. Marchaban lentamente, en fila y pegados a la pared cuando del suelo surgieron cuatro gigantescas criaturas elementales de tierra, que parecieron quedarse expectantes. El grupo se quedó paralizado, cual roedor frente a una serpiente. Las criaturas ocuparon cada una de las esquinas de la sala, cerrando las dos salidas. El grupo siguió quieto… hasta que al pasar uno de los bichos cerca de los aventureros, levantó un puño del tamaño de una vaca y lo estrelló contra el desafortunado Assiul, haciéndolo volar varios metros y dejándolo malherido. Con las dos salidas cortadas, los Errantes comenzaron a correr como conejos hacia la pirámide central tratando de pensar rápido en algo para salir de allí. Se apiñaron contra el pilar del centro, a los pies del cual había un cofre que Duncan abrió rápidamente. Dentro había una serie de artilugios que parecían objetos para sacrificio: un cuchillo, un cuenco grande, una especie de bandeja con cuchillas… el clérigo empezó a repartir los objetos buscando desesperadamente una solución al entuerto mientras Daralhar invocaba un draco ilusorio con las esperanza de distraer a uno de los gigantes. El draco duró lo que tardó en acercarse al bicho, y los elementales siguieron acercándose a la pirámide, lenta e inexorablemente. Decididamente, aquello no pintaba bien. “Si todo esto es para un sacrificio –dijo Duncan- seguramente necesitaremos verter sangre en el cuenco”. Los Errantes comenzaron a mirarse unos a otros con cara de psicópata asesino, evaluando quién tendría más litros de sangre en el cuerpo. De pronto Traspié, que estaba herido probó a dejar caer unas gotas de sangre en el cuenco, y los elementales se detuvieron vacilantes. Parecían esperar algo. Traspié se ató a las cadenas del pilar en posición de sacrificado, pensando que con eso se completaría el ritual, pero los gigantes no daban muestras de irse, y comenzaban a avanzar otra vez.
-“¡Más sangre!” –dijo Duncan-, y todos miraron a Traspié... que ahora estaba encadenado e indefenso, así que Duncan cogió el cuchillo y comenzó a sangrarlo como un cerdo mientras le decía “no te preocupes, que después te curo…”. El desafortunado ladrón se acordó de todos los antepasados difuntos del clérigo.
Duncan descendió los escalones de la pirámide con el cuenco medio lleno de sangre fresca y lo vertió sobre la tierra de la sala. Al instante las cuatro criaturas volvieron a fundirse con su elemento, y Duncan corrió escaleras arriba a curar al voluntarioso Traspié. El peligro había pasado… de momento.
Ahora que la tierra estaba aplacada, los Errantes decidieron que era mejor explorar bien la sala para no tener que volver por allí. Al fondo de la sala había una gran puerta doble flanqueada por dos más pequeñas. La puerta grande estaba bien cerrada, pero las pequeñas podían abrirse con facilidad. Tras ellas había pequeñas sacristías con materiales que seguramente servían para los rituales a la tierra: piedras y tierra de diversos colores, túnicas, tres pares de sandalias, aceite de lámpara… en general nada de valor. Había que seguir explorando; el tiempo se echaba encima.