Resumen 22/08/2009 por Lim-Dul
Durante el tiempo muerto que habían pasado, los errantes se dieron cuenta de que algo andaba mal. Sin saber como, la mayoría de sus compañeros les habían ido abandonando, y algunos de los que quedaban dijeron que no podían acompañarles mas en sus aventuras. Sin mas dilación, pasaron a expulsarlos cautelarmente de la compañía, que se quedó en un número bien reducido de valientes; Daralhar Anuir, Duncan Ikronius, Almeth Mitford, Takeshi el samurai, Glóin el enano apestoso.
Enseguida se dieron cuenta de que iban a necesitar mas fuerza bruta, así que acordaron ir a pedirle ayuda a las tropas del vizcondado que estaban haciendo campamento en Hommlet. Se aproximaron a las tiendas, donde todavía se estaban realizando esfuerzos por desplegar todo el campamento y aprovisionar a los hombres. Un soldado les indicó la carpa de un teniente importante, con el que se les concedió audiencia rápidamente.
El teniente Opnes, un estratega con aspecto de no ver los combates muy de cerca, les recibió con cortesía. Al escuchar propuesta de los errantes negó con la cabeza rápidamente y aclaró que no podían desprenderse de ningún soldado para enviarlo al templo, ya que sus órdenes eran estrictamente defender Hommlet. Sin embargo, les recomendó que fueran a Verbobonc donde seguro que habría mercenarios disponibles.
No muy contentos con la idea de contratar mercenarios, los Errantes se fueron a buscar a Elmo, miembro de la milicia, para que les acompañara. Quisieron ir a su casa, pero lo cierto es que el único que había estado allí era Llagular, del que se había perdido la pista hace tiempo. Preguntaron en la taberna de la Bienavenida Doncella por él, y pese al bullicio que armaban todos los soldados de Verbobonc pudieron preguntar a un pueblerino que les dijo que seguramente se encontraría vagueando en la granja de la señora Lakhal. Raudos que se dirigieron allí, y efectivamente, en la parte trasera de la granja allí se encontraba con un odre de cerveza Elmo, tan borracho como siempre. Lo imprecaron para que les acompañara, pero éste les dijo que tenía que permanecer protegiendo Hommlet, que si querían que les acompañase que hablasen con el concilio que eran los únicos que podían cambiar sus ordenes. Por curiosidad, Daralhar preguntó que a qué se debía que estuviese siempre en la granja de Lakhal, que si que algo les unía. Elmo dijo que no, que estaba allí porque le gustaba, pero al presionarlo un poco mas les mostró que desde donde estaba se tenia una vista estupenda de las dos entradas desde el sur al pueblo.
Los Errantes fueron a hablar con Burne, pero éste les dijo que efectivamente Elmo era muy necesario en su puesto. Tuvieron que prescindir de él, y al final siguieron los consejos que les daban y partieron a Verbobonc a por mercenarios.
En una taberna de la ciudad, la taberna del Caño Derretido, probaron fortuna nuestros héroes, guiados por un niño de aspecto picaresco. El local estaba lleno de gente, mercenarios de todas las clases. Preguntando un poco, enseguida se enteraron de que había mercenarios gremiados, con un pequeño escudo bordado que los identificaba, y sin gremiar. Por supuesto, cada bando echaba pestes del otro; los mercenarios gremiados decían que eran más de fiar, y los que no decían que los otros eran muy caros, unos ladrones. Buscaban guerreros, pero encontraron de buenas a primera un regimiento de arqueros. Un siniestro mercenario parecía bastante experimentado, pero no venía solo y también eran todos ballesteros. Un grupo de infantes de varias clases se ofreció, pero traían un ingeniero y eran demasiados. De pronto, vieron un enorme SIMIO DE GUERRA. MONGO, como se presentó en un lenguaje sorprendentemente culto, era una enorme bestia simiesca que antiguamente había sido esclavo, y ahora se ganaba el pan como mercenario. Su paga era cara, pero parecía muy fuerte, y además Duncan estimó que quizá podrían pagarle en bananas. Éste lo corrigió diciendo que gustaba de devorar los cadáveres de sus enemigos caídos, así que lo contrataron. Esto prometía. También contrataron dos mercenarios más, un par de veteranos que no supieron decir muy bien donde habían servido ni cómo: Panta y Lon. Contrataron además al niño como porta-antorchas, y aunque al principio no estaba muy convencido., rápidamente se subió a lomos del simio y emprendieron la marcha hacia el Templo.
Llegaron allí, y por primera vez en bastante tiempo decidieron no bajar. Se acercaron a examinar las torres del fondo, medio derruidas. La primera, una torre de base cuadrada, estaba destrozada desde el primer piso, y ni se podía acceder a ella. Sin embargo, unas pequeñas escaleras bajaban bajo el nivel del suelo pegadas a uno de los muros, y parece que éstas daban a una oscura abertura. Las escaleras eran demasiado estrechas para que el simio bajara, y tan oscuras que decidieron que el porta-antorchas fuese el primero en entrar para iluminar el camino. Éstas acababan en un recodo que daba a una estancia, y apenas el porta-antorchas entró, una oleada de ratas se echó sobre él, aunque no eran ratas comunes: éstas se dedicaban a ponerse unas sobre otras haciendo una especie de castell ratuno desde donde mordieron todas a la vez al desafortunado porta-antorchas, que murió envuelto en ratas entre gritos de agonía. Si hubiera estado en la escuela en vez de haciendo el tonto por dungeons, no le habría pasado eso. Al menos, con la antorcha en el suelo, ahora se veía algo, así que los Errantes y sus mercenarios entraron en tromba y se pusieron a repartir estocadas a las ratas, mientras éstas montaban y desmontaban su extraño castell para dar dentelladas.
Al poco, sólo quedaban cadáveres de ratas y los restos sanguinolentos de un porta-antorchas. Examinaron la habitación, pero no encontraron nada de valor en ella. Sin embargo, tras un tapiz había una entrada oculta a otra estancia, donde encontraron una docena de barricas de vino, selladas y en aparente buen estado. Aquello debía valer una fortuna... lo malo es que no tenían cómo llevarlo a Hommlet para venderlo, así que las sacaron a la habitación de las ratas y decidieron volver a Hommlet a por una carreta para transportar su botín. Aquello sería el inicio de otro desafortunado episodio de los Errantes en el templo, pero es mejor no adelantarse a los hechos...
Durante el tiempo muerto que habían pasado, los errantes se dieron cuenta de que algo andaba mal. Sin saber como, la mayoría de sus compañeros les habían ido abandonando, y algunos de los que quedaban dijeron que no podían acompañarles mas en sus aventuras. Sin mas dilación, pasaron a expulsarlos cautelarmente de la compañía, que se quedó en un número bien reducido de valientes; Daralhar Anuir, Duncan Ikronius, Almeth Mitford, Takeshi el samurai, Glóin el enano apestoso.
Enseguida se dieron cuenta de que iban a necesitar mas fuerza bruta, así que acordaron ir a pedirle ayuda a las tropas del vizcondado que estaban haciendo campamento en Hommlet. Se aproximaron a las tiendas, donde todavía se estaban realizando esfuerzos por desplegar todo el campamento y aprovisionar a los hombres. Un soldado les indicó la carpa de un teniente importante, con el que se les concedió audiencia rápidamente.
El teniente Opnes, un estratega con aspecto de no ver los combates muy de cerca, les recibió con cortesía. Al escuchar propuesta de los errantes negó con la cabeza rápidamente y aclaró que no podían desprenderse de ningún soldado para enviarlo al templo, ya que sus órdenes eran estrictamente defender Hommlet. Sin embargo, les recomendó que fueran a Verbobonc donde seguro que habría mercenarios disponibles.
No muy contentos con la idea de contratar mercenarios, los Errantes se fueron a buscar a Elmo, miembro de la milicia, para que les acompañara. Quisieron ir a su casa, pero lo cierto es que el único que había estado allí era Llagular, del que se había perdido la pista hace tiempo. Preguntaron en la taberna de la Bienavenida Doncella por él, y pese al bullicio que armaban todos los soldados de Verbobonc pudieron preguntar a un pueblerino que les dijo que seguramente se encontraría vagueando en la granja de la señora Lakhal. Raudos que se dirigieron allí, y efectivamente, en la parte trasera de la granja allí se encontraba con un odre de cerveza Elmo, tan borracho como siempre. Lo imprecaron para que les acompañara, pero éste les dijo que tenía que permanecer protegiendo Hommlet, que si querían que les acompañase que hablasen con el concilio que eran los únicos que podían cambiar sus ordenes. Por curiosidad, Daralhar preguntó que a qué se debía que estuviese siempre en la granja de Lakhal, que si que algo les unía. Elmo dijo que no, que estaba allí porque le gustaba, pero al presionarlo un poco mas les mostró que desde donde estaba se tenia una vista estupenda de las dos entradas desde el sur al pueblo.
Los Errantes fueron a hablar con Burne, pero éste les dijo que efectivamente Elmo era muy necesario en su puesto. Tuvieron que prescindir de él, y al final siguieron los consejos que les daban y partieron a Verbobonc a por mercenarios.
En una taberna de la ciudad, la taberna del Caño Derretido, probaron fortuna nuestros héroes, guiados por un niño de aspecto picaresco. El local estaba lleno de gente, mercenarios de todas las clases. Preguntando un poco, enseguida se enteraron de que había mercenarios gremiados, con un pequeño escudo bordado que los identificaba, y sin gremiar. Por supuesto, cada bando echaba pestes del otro; los mercenarios gremiados decían que eran más de fiar, y los que no decían que los otros eran muy caros, unos ladrones. Buscaban guerreros, pero encontraron de buenas a primera un regimiento de arqueros. Un siniestro mercenario parecía bastante experimentado, pero no venía solo y también eran todos ballesteros. Un grupo de infantes de varias clases se ofreció, pero traían un ingeniero y eran demasiados. De pronto, vieron un enorme SIMIO DE GUERRA. MONGO, como se presentó en un lenguaje sorprendentemente culto, era una enorme bestia simiesca que antiguamente había sido esclavo, y ahora se ganaba el pan como mercenario. Su paga era cara, pero parecía muy fuerte, y además Duncan estimó que quizá podrían pagarle en bananas. Éste lo corrigió diciendo que gustaba de devorar los cadáveres de sus enemigos caídos, así que lo contrataron. Esto prometía. También contrataron dos mercenarios más, un par de veteranos que no supieron decir muy bien donde habían servido ni cómo: Panta y Lon. Contrataron además al niño como porta-antorchas, y aunque al principio no estaba muy convencido., rápidamente se subió a lomos del simio y emprendieron la marcha hacia el Templo.
Llegaron allí, y por primera vez en bastante tiempo decidieron no bajar. Se acercaron a examinar las torres del fondo, medio derruidas. La primera, una torre de base cuadrada, estaba destrozada desde el primer piso, y ni se podía acceder a ella. Sin embargo, unas pequeñas escaleras bajaban bajo el nivel del suelo pegadas a uno de los muros, y parece que éstas daban a una oscura abertura. Las escaleras eran demasiado estrechas para que el simio bajara, y tan oscuras que decidieron que el porta-antorchas fuese el primero en entrar para iluminar el camino. Éstas acababan en un recodo que daba a una estancia, y apenas el porta-antorchas entró, una oleada de ratas se echó sobre él, aunque no eran ratas comunes: éstas se dedicaban a ponerse unas sobre otras haciendo una especie de castell ratuno desde donde mordieron todas a la vez al desafortunado porta-antorchas, que murió envuelto en ratas entre gritos de agonía. Si hubiera estado en la escuela en vez de haciendo el tonto por dungeons, no le habría pasado eso. Al menos, con la antorcha en el suelo, ahora se veía algo, así que los Errantes y sus mercenarios entraron en tromba y se pusieron a repartir estocadas a las ratas, mientras éstas montaban y desmontaban su extraño castell para dar dentelladas.
Al poco, sólo quedaban cadáveres de ratas y los restos sanguinolentos de un porta-antorchas. Examinaron la habitación, pero no encontraron nada de valor en ella. Sin embargo, tras un tapiz había una entrada oculta a otra estancia, donde encontraron una docena de barricas de vino, selladas y en aparente buen estado. Aquello debía valer una fortuna... lo malo es que no tenían cómo llevarlo a Hommlet para venderlo, así que las sacaron a la habitación de las ratas y decidieron volver a Hommlet a por una carreta para transportar su botín. Aquello sería el inicio de otro desafortunado episodio de los Errantes en el templo, pero es mejor no adelantarse a los hechos...
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